Un domingo con sabor a cerveza no tan fría y unas tijeras para zurdos




Me siento en el borde de la cama y apoyo los codos en mis piernas y apoyo la cabeza en las manos, y aún con el pantalón arrugado y la coleta medio deshecha por las siete horas de siesta, caigo en la cuenta de que el tiempo ya me ha vuelto a adelantar.

Abro los ojos y pam, ya estamos a 21 de agosto. Abro los ojos y pam, el reloj marca las ocho. Me miro en el espejo y me doy cuenta de que estoy algo más morena, de que me ha crecido el pelo, y que también me han crecido las tetas. Y entre pestañeo y pestañeo, la estela de una frase se (des)dibuja en mi cabeza: “Qué puto es el tiempo, oye”.

Se me escapan los días durmiendo. Y me acuerdo de mi buena y valenciana amiga María echándome la bronca por dormir siestas de siete horas, y me acuerdo de mi amiga Laura regañándome por bajar a la playa casi a las dos de la tarde. Y no es extraño que se quejen de mi hipersomnia, teniendo en cuenta que tengo solo quince días al año para compartir con ellas.

Será por eso que me apasiona la fotografía. Porque entre lo que duermo y lo que sueño, cuando despierto, y fotografío… lo recuerdo.

Me acuerdo de una mañana de lunes en la que decidí ir a clase- he de confesar que los lunes a primera casi siempre encontraba buenas razones para no salir de la cama- y atender al discurso que mi buen profesor solía dar para el cuello de su camisa, sus manos y a lo sumo, el teclado del ordenador. En un momento puntual en el que mi mente no divagaba en exceso por los recuerdos, ni echaba de menos otras sábanas que no fueran las mías, me llamó la atención una reflexión que, no sé si propia o prestada, compartió con el alumnado en un tono de voz algo más potente: “La fotografía es el propio retrato de la muerte”.

Qué cabrón. Supo captar mi curiosidad y mantenerme interesada toda la clase. Y la siguiente. Y ya no más, porque resulta que el curso se acabó y yo me arrepentí de no haber asistido a más magistrales.

Y me pongo a divagar, y divago, divago, divago y no paro. El caso es que en aquel momento, la afirmación que Sanjurjo nos regaló me pareció algo exagerada, pero he tenido tiempo para darle vueltas en las calurosas noches estivales que julio y agosto me han regalado, y ya me parece algo menos extraña.

Verán, me obsesiona la unicidad, y con ello me refiero a que me ofusca el hecho de que sea único lo que reciban de mí  quienes me rodean. Pues bien, a mis veinte años me doy cuenta de que el tiempo se me adelanta una y otra vez, no sé si por mi afición a dormir o por la pereza que me da madrugar, y que además me deja un dulce sabor amargo entre las uñas y la piel. Porque pasa. Porque el tiempo pasa y no se detiene. Y por ello es que me gusta sentir que congelo el tiempo, y mi mayor frustración quizá resida en el ansia por retratar cada uno de los detalles que acontecen a mi alrededor. Y las horas. Y los meses y los años. Y las épocas. Y los pequeños grandes momentos. Y mis impresiones y lo que siento en cada instante. Porque así, cada mirada sería un recuerdo… y así, jamás olvidar mi vida, si ese fuera mi final.

Recuerdos. Reminiscencias de un pasado que no vuelve. Reminiscencias de una muerte tremendamente viva en cada mirada al papel. Prolijidades que antes llenaban álbumes y cajas, y ahora llenan carpetas electrónicas y tarjetas SD.

Vaya, hacía tiempo que este yo no se hacía cargo del teclado. Será que he abierto los ojos y ya me he hecho de otoño. Será que he abierto los ojos, y he vuelto a escribir.

Recuerdo muchísimos detalles que no llegué a impresionar en un papel, e intento esforzarme en que no se diluyan demasiado a cada paso que doy. Hoy me vienen a la cabeza un viernes de febrero, unas zapatillas rojas desgastadas, un abrazo en la estación. Y de pronto, agosto: un salón que se alegra de verme, un no-sé-cómo-coño-comportarme, una jarra caliente de cerveza fría, y unas tijeras para zurdos. Y un por-favor-no-dejes-de-mirarme. (Joder, tiempo, qué puto eres).

Quizás el vestigio más ferviente del frenético volar del tiempo sean estas ojeras que me crecen de tanto esforzarme en pisar un suelo que no se agriete con el peso de mis ideas. O el cigarro que ya se ha consumido, o ver cómo le crecen los dientes a Sebastián.  O Cuéntame, que va ya por la temporada 14.

Marina vs. Tiempo. “Ahora me doblas la distancia y sumas cien” decía Santi Balmes. Qué cabrón, otro que me obliga a escuchar al final de la canción.



Supongo que esto durará lo que dure la impresión de la fotografía instantánea que nos sacaron cualquier mañana de aquellas que pasábamos estudiándonos en la cafetería de la Universidad. Bueno, de esas en las que solo estudiaba yo, que tú no me hacías ni puto caso.